Las Hijas del Mar y del Silencio
Estaba en una ciudad entre penumbras, junto al mar. Un
festejo llenaba el aire de luces y sonidos lejanos, como si los ecos de una
celebración ancestral se resistieran a morir. La urbe era inmensa, de
arquitectura antigua: pilares colosales, arcos que parecían sostener siglos de
historia, y calzadas hechas de bloques de roca pulida, irregulares al capricho,
pero buscando siempre la figura cuadrada. Todo parecía eterno.
Sin embargo, la vida verdadera no latía en la
superficie, sino en las entrañas de la tierra. Bajo la ciudad, en las
catacumbas, donde el tiempo parecía detenido, se organizaba la existencia
cotidiana. La penumbra era el aire común, y el silencio, una lengua heredada.
Una mujer de más de sesenta años gobernaba aquel lugar
con autoridad incuestionable. Era una sociedad regida por el matriarcado. Los
hombres y las mujeres vivían separados, y cualquier contacto entre ambos estaba
estrictamente prohibido. Las normas eran férreas: romperlas significaba
enfrentarse a la muerte... o a torturas que escapaban incluso de los sueños más
crueles.
Yo era un forastero. Un extranjero al que el azar
había depositado entre sus muros. Durante el festejo, uno de los hombres, quizá
por descuido o inconsciencia, lanzó su bota sucia. El destino, siempre
hambriento de tragedias, quiso que impactara contra la puerta que separaba
nuestro mundo del suyo, de las mujeres. Aquella puerta conducía al nivel
subterráneo, y el golpe resonó como una afrenta sagrada. Él huyó. Se ocultó.
Pero el daño ya estaba hecho.
La gobernante apareció poco después. Venía acompañada
por diez mujeres. Sus ojos, oscuros y brillantes, eran brasas vivas. Se detuvo
ante la bota caída en el suelo y preguntó quién había sido. Mentí. Le dije que
no lo sabía. Mi silencio no aplacó su furia. La avivó.
Ordenó una búsqueda. Recorrieron los pasillos,
revisaron cada rincón de nuestra especie de cueva hasta encontrar al culpable.
Entonces, le revelaron mi mentira: yo lo había sabido desde el principio. Me
delataron sin vacilar. En esa sociedad no había lugar para las medias verdades.
Pero una mujer, una desconocida de mirada firme y alma
fugitiva, me ofreció ayuda. Me indicó un pasadizo secreto y escapé. Huí por la
ciudad, por sus calles estrechas como venas abiertas del pasado, mientras las
luces del festejo temblaban en la distancia. Aquella ciudad parecía una isla,
aunque nunca estuve seguro. Quizás era un mundo aparte.
Corrí hasta un acantilado. Varios hombres me habían acorralado. No tuve más opción que lanzarme. Me sumergí en el agua todo lo que pude. Pronto comenzaron a bucear tras de mí. Entre columnas y ruinas sumergidas, intenté encontrar un respiro, subir con cautela para tomar aire sin ser visto.
Entonces las vi: olas colosales, monstruosas, de más de diez metros, como si el propio mar quisiera juzgarme también. Trepé por las rocas en la oscuridad, como una sombra más entre la piedra, hasta volver a perderme en la noche.
Fue entonces cuando encontré el templo.
Una estructura sagrada, con detalles que evocaban la
India antigua. Columnas decoradas con símbolos que hablaban de otros dioses, de
otras leyes. En su interior, casi todas eran mujeres. Me recibieron sin temor,
como si ya supieran que vendría. Me ofrecieron refugio. Me dijeron que allí
estaría a salvo.
Hablaron conmigo. Según sus leyes, había una única forma de librarme del castigo: debía casarme con su líder. Una especie de princesa, de faraona envuelta en aromas sagrados. Ella aceptaba. Estaba dispuesta.
Me escondieron cuando mis perseguidores llegaron.
Golpeaban las puertas, exigían mi entrega. Las guardianas del templo salieron a
enfrentarles con dignidad: afirmaron que sí, que yo estaba allí... pero que
ahora era el prometido de la princesa. Eso me eximía, según sus códigos
ancestrales, de cualquier pena o castigo.
Ella me miraba desde la penumbra, rodeada de sus
súbditas. Sonreía. No con soberbia, sino con la delicadeza de quien ya sabe el
desenlace.
Estaba a salvo.
Y me casé con ella.
Lo que siguió no fue una vida, sino un destino tejido
con hilos invisibles, suaves como la seda del tiempo. Con ella compartí un amor
tan extraño como inevitable, una dependencia hermosa, íntima, hecha de
silencios compartidos y miradas que hablaban siglos.
Tuvimos siete hijas. Siete.
Cada una nació con la luz de una estrella distinta.
Eran preciosas, como si el firmamento hubiese volcado sobre nosotros sus astros
más queridos. Y a veces, al verlas correr entre los patios del templo, con la
brisa meciendo sus risas como hojas sagradas, no podía evitar pensar —quizá fue
el capricho de los dioses más antiguos. Aquellos que aún juegan con el destino
de los hombres sin pedirles permiso.
Porque hay amores que no se explican. Sólo se veneran.
Y yo fui su devoto.
Excelente relato. Aunque finalizado con su correspondiente final, ... uno se queda con ganas de saber más ... Enhorabuena.
ResponderEliminarAntes que nada, agradezco profundamente el tiempo que has dedicado a compartir tu opinión. Este relato nació de las profundidades de mi subconsciente, surgido de un sueño reciente, uno de esos extraños viajes que habitan mi mundo onírico
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